Me descubrí recordando tus manos por mi espalda y extrañé recrearme en un beso húmedo, suave. Y esas caricias a destiempo, debajo de una blusa que marcaba mis pezones. Joder, era oler tu cuello y se endurecían, casi suplicando y un gruñido se escapaba de mi garganta para aterrizar en tu oído, volviéndote loco.
El ardor de mi piel, que siempre me sobraba cuando sentía la tuya. Y quería alimentarme de tu saliva toda la vida. Ya ves, todo era menos complicado cuando terminábamos corriéndonos. No te voy a engañar, en el fondo siempre supe que no éramos más que eso: un par de almas atormentadas que sudaban los problemas por cada poro de su piel y disfrazaban de orgasmos el dolor que sentían en el pecho. Y se volcaban, y huían, e incluso a su manera, se querían.
Pero a ti te sobraban caricias y a mí me faltaba calor. Ese que te quema tanto en las yemas de los dedos, que sólo quieres entregar, alejar, compartir. Como la soledad. Como tú y como yo. Hubiese jurado mil veces, que nos sentíamos más solos estando juntos. Como si tratando de apagar ese sentimiento, lo pusiésemos, sin darnos cuenta, en la garganta. Y de ahí ese nudo que nunca me dejó gritar que quería que te fueses y no volvieses. Supongo.
Y el día que lo hiciste, sentí una mezcla de alivio y vacío que no me ha dejado llenarme todavía. Y hoy, con el vago recuerdo de tu calor en mi garganta, te espero.
Aunque sé que hubiésemos terminando matándonos o muriendo, hoy elegiría morir.
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