¿Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar?

miércoles, 27 de agosto de 2014

Hay sentimientos que se amontonan en el corazón.

Fue una noche de invierno cuando me di cuenta de que te iba a echar de menos. Recuerdo el frío atenazando mis músculos y la sonrisa vacía; sin dueño ni razón. 
Me descubrí recordando tus manos por mi espalda y extrañé recrearme en un beso húmedo, suave. Y esas caricias a destiempo, debajo de una blusa que marcaba mis pezones. Joder, era oler tu cuello y se endurecían, casi suplicando y un gruñido se escapaba de mi garganta para aterrizar en tu oído, volviéndote loco.

El ardor de mi piel, que siempre me sobraba  cuando sentía la tuya. Y quería alimentarme de tu saliva toda la vida. Ya ves, todo era menos complicado cuando terminábamos corriéndonos. No te voy a engañar, en el fondo siempre supe que no éramos más que eso: un par de almas atormentadas que sudaban los problemas por cada poro de su piel y disfrazaban de orgasmos el dolor que sentían en el pecho. Y se volcaban, y huían, e incluso a su manera, se querían. 

Pero a ti te sobraban caricias y a mí me faltaba calor. Ese que te quema tanto en las yemas de los dedos, que sólo quieres entregar, alejar, compartir. Como la soledad. Como tú y como yo. Hubiese jurado mil veces, que nos sentíamos más solos estando juntos. Como si tratando de apagar ese sentimiento, lo pusiésemos, sin darnos cuenta, en la garganta. Y de ahí ese nudo que nunca me dejó gritar que quería que te fueses y no volvieses. Supongo.

Y el día que lo hiciste, sentí una mezcla de alivio y vacío que no me ha dejado llenarme todavía. Y hoy, con el vago recuerdo de tu calor en mi garganta, te espero.


Aunque sé que hubiésemos terminando matándonos o muriendo, hoy elegiría morir.

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